Mientras la pequeña política de vuelo gallináceo —como la decisión polaca de frenar el suministro de armas a Ucrania a cuenta de una polémica por exportaciones de productos agrícolas— levanta polvaredas que distraen, desafíos históricos se yerguen ante nosotros, reclamando la gran política. Es el caso, en Europa, de la cuestión de la ampliación de la UE. Numerosos, fuertes y notorios son los motivos que respaldan las posiciones reticentes: los aspirantes no están preparados; la UE, tampoco; una ampliación indigesta podría complicar un camino ya accidentado. Pero hay argumentos sólidos para considerar que, a pesar de ello, es el momento de ponerse en marcha de verdad. Veamos.
La invasión a gran escala de Ucrania por parte de las fuerzas rusas es un hecho histórico. Se abusa del adjetivo, pero aquí está justificado. Vivimos en un mundo diferente, que nos exige pensar de manera diferente. Esto no significa optar, como abogan algunos, por conformar un frente global de democracias contra autocracias. Sería un error. Pero sí tiene toda la lógica emplearse mucho más a fondo que antes —asumiendo mayores sacrificios— para promover y consolidar la democracia ahí donde se pueda.
La UE dispone, con el proceso de ampliación, de un poderoso mecanismo de consolidación de la democracia y estímulo a la prosperidad. Los defectos de ampliaciones anteriores han anquilosado el impulso, y la herramienta está prácticamente paralizada desde hace una década. Pero todo ha cambiado y urge reactivar el uno y revisar la otra para que esté afinada. No hay que precipitarse. Hay que aprender de los fallos pasados. Pero prolongar una década de remoloneo tiene cada vez más rostro de error.
Activarse de verdad no solo conviene, por supuesto, a los países aspirantes y a sus ciudadanos, porque en este mundo, estar aislados es estar expuestos a las agresiones o a las desestabilizaciones, y porque entrar suele ser sinónimo de mejora en la calidad de vida. Conviene también a los países miembros de la Unión, porque, en este mundo, importa el tamaño, importa el peso, importa reducir puntos frágiles en las inmediaciones, que se pueden convertir en inmensos problemas, como vemos. A nadie se le escapa que seguir en la inercia de la última década, sin hacer prácticamente nada, es sinónimo de fomentar frustraciones y dejar margen a potencias cercanas o lejanas que, con distintas formas, buscan avanzar sus posiciones.
Y es importante ver que esto conviene al margen de la culminación: por sí solo, un proceso de ampliación con nuevo vigor nos puede hacer mejores. A ellos porque, creyéndoselo, tendrán mayor estimulo para emprender las reformas. Y a nosotros, porque las reformas necesarias para la ampliación pueden ser la ocasión —el estímulo perentorio— para mejorar el funcionamiento de la UE, en sus mecanismos de toma de decisiones, en sus planteamientos presupuestarios. Ni ellos ni nosotros estamos listos. Prepararnos nos hará mejores.
Por supuesto, los procesos de ampliación no son ni mucho menos infalibles. Asistimos a los dolorosos casos de Polonia y Hungría que, después de haberse integrado a la UE, han protagonizado involuciones democráticas que a duras penas la Unión logra atenuar. Por supuesto, en el pasado entraron países que no estaban listos, como Rumania y Bulgaria. Por supuesto, hay entre los aspirantes casos terriblemente complicados, como la Ucrania en guerra, la Georgia y la Moldavia desmembradas, la Bosnia disfuncional, el Kosovo ni siquiera reconocido por algunos miembros. Por supuesto, hay riesgos formidables en el camino.
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Pero los problemas del pasado no pueden ocultar el balance descomunalmente positivo en términos democráticos y de prosperidad en el continente de todo el gran proceso de ampliación. Sí, Polonia y Hungría van en la dirección equivocada y sí, no todos los datos de convergencia y de calidad democrática son como se deseaban. Pero cabe preguntarse: ¿qué habría sido de estos países y sus ciudadanos si se hubiesen quedado fuera? Y cabe responder: a la caída del Muro, Polonia tenía datos de esperanza de vida y renta muy parecidos a los de Bielorrusia. Ahora la diferencia es abismal. 40 millones de polacos disfrutan el activo de ser parte de la UE.
Y sí, Polonia y Hungría son hoy un freno. Pero: ¿cuánto lo fue el muy democrático Reino Unido? En Varsovia se plantea un peligrosísimo referéndum sobre la política migratoria europea. El mismo que iba en el programa de varios candidatos de la derecha moderada francesa a la presidencia de su país.
Con todos los problemas, las ampliaciones no han frenado realmente la integración de la UE. La historia lo demuestra. El club es hoy mucho más cohesionado que hace décadas. Con 27 miembros ha dado pasos gigantescos, como la emisión de deuda común.
No hay motivos insuperables para quedarse en la parálisis. Nadie dice que haya que incorporar a alguien mañana. Pero es mañana cuando hay que empezar a moverse, porque empezar mañana significará estar listos dentro de varios años. Tardar es, sustancialmente, renunciar a la opción.
Grosso modo, está claro lo que hay que hacer. Hay que intervenir en los procesos de toma de decisión: reduciendo al mínimo las áreas de veto. Esto sería bueno en cualquier caso. Hay que afilar los mecanismos para reencauzar a los díscolos y descarriados. Esto también es bueno en cualquier caso. Hay que pensar las estructuras representativas. Hay que ponderar la cuestión presupuestaria. Mucho dinero tendría que ir hacia los nuevos. Esto creará ampollas. Ocasión para pensar en una futura, nueva emisión de deuda conjunta. Se hizo por la pandemia. Consolidar la democracia en el continente parece otro motivo de peso.
Habrá que hacerlo paulatinamente. Nada de tragar en bloque. Se podrá empezar con algún país pequeño y relativamente poco problemático, como Macedonia del Norte o Montenegro. Se podrán diseñar mecanismos para otorgar mayores premios, antes de la adhesión, a quienes vayan por el camino correcto. Más incentivos, más empatía. Se podrán diseñar convenientes plazos transicionales.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dijo en su reciente discurso sobre el estado de la Unión que creía que no es necesario reformular los tratados para ir avanzando. Es en efecto sensato tratar de hacer todo lo posible sin llegar a esa reapertura que se antoja problemática. Pero si en el futuro se llegara a un punto que lo hiciera manifiestamente necesario, tampoco habría que tener miedo.
A finales de agosto, el presidente del Consejo, Charles Michel, declaró que había que estar listos para 2030; este septiembre, Von der Leyen incitó a emprender el camino; Alemania y Francia parecen alineadas, y Scholz y Macron tienen todavía por delante buenos trechos de mandato. Muchas estrellas se van alineando. Esta columna abogó a principios de julio por ponerse ya en marcha con vigor. Ahora el horizonte político parecen más favorables. Claro, la iniciativa puede dar alas a los ultras euroescépticos, que ya tienen el viento en popa. El año que viene hay elecciones europeas. Pero no van a tener mayoría, y si el PPE no se echa al monte, el Parlamento Europeo puede conservar una gran mayoría europeísta.
Sobre todo, no se puede hacer política —ni vivir— guiados más por los miedos que por los sueños.
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