Filantropía con cuentagotas: ¿por qué está en crisis la generosidad? | Negocios

Filantropía con cuentagotas: ¿por qué está en crisis la generosidad? | Negocios

“Amor al género humano”. Así define la RAE el término filantropía. Y como el otro amor, el de pareja, es también voluble, mezcla momentos tórridos con otros de frialdad. ¿Qué indica ahora el termómetro de la generosidad en el mundo? Pues que hay una crisis de donaciones. Iniciativas muy mediáticas como la emprendida por Bill y Melinda Gates junto a Warren Buffett (The Giving Pledge) o arrebatos puntuales de solidaridad como los propiciados por la pandemia o la guerra de Ucrania no deben enmascarar que la filantropía atraviesa un camino de sombras. Las aportaciones de los particulares son muy volátiles, a las grandes multinacionales les cuesta rascarse el bolsillo y los países ricos se miran el ombligo destinando cada vez más dinero a causas locales (muchas de las veces con tintes religiosos, cuando no integristas). Y en el horizonte, un punto de inflexión generacional con la mayor transferencia de riqueza de la historia entre los miembros del baby boom y sus hijos. Los mileniales o los de la generación Z tienen otras prioridades y sensibilidades. ¿Lograrán ellos construir un mundo más solidario?

El verbo “dar” es parte de la esencia del ser humano porque de lo contrario la vida de cientos de millones de personas sería un proceso de demolición. Sin embargo, la filantropía atraviesa trincheras de incertidumbre. Líneas que transcurren paralelas a la inestabilidad geopolítica actual. Las aportaciones de particulares —según la Asociación Española de Fundaciones, AEF— apenas suponen el 0,1% del PIB de España. Traducido a los fríos números: 1.346 millones de euros. “Es un problema cultural. La sociedad piensa que para eso paga impuestos”, critica el jurista Antonio Garrigues Walker. Y añade: “Donar es, según una concepción que considero errónea, una obligación que atañe siempre al Gobierno, nunca al ciudadano”.

La generosidad es una virtud que desde un punto de vista histórico España nunca ha tenido entre sus prioridades. En el siglo XVII un pintor amigo de José de Ribera (1591-1652) le preguntó por qué, dado el éxito que tenía, no regresaba a su país y dejaba Nápoles: “España es una madre generosa con los extranjeros, pero una madrastra cruel con sus vástagos”, contestó el maestro. Es más, España es un país que nunca se ha puesto de acuerdo ni en las cifras que rodean a esta actividad. Todo anda fracturado. Y la filantropía corporativa no esquiva esta crisis. “Menos paraísos fiscales y menos filantropía”, defiende Carlos Martín, parlamentario de Sumar. “Estamos ante una contradicción del capitalismo”, avanza. “Antes, con la globalización, se financiaba la salida al exterior de las compañías —incluso deduciéndose el capital invertido en esa marcha— y luego, cuando repatriaban beneficios, la ley les eximía de pagar dos veces por el mismo concepto. Ahora vivimos en un mundo multipolar. Y los Estados quieren que regresen y le cubran el retorno. Vamos, ganan siempre. Hay que repensar el modelo para que paguen y contribuyan”.

En este páramo hay algunos brotes verdes. La Fundación La Caixa es la más generosa de Europa. Tiene un presupuesto anual que supera los 500 millones de euros. “Los filántropos tienden a la dispersión, pero con el enfoque adecuado esta actividad puede generar un cambio del sistema”, asegura Mercedes Basso, directora de filantropía de banca privada de CaixaBank. Resulta compleja esa diáspora en España con 10.511 fundaciones activas y un impacto económico de 27.000 millones de euros. Aunque en esta cifra no todo es filantropía porque también incluye fondos públicos. “El problema”, señala Victoria López, experta de Analistas Financieros Internacionales, AFI, “es que podríamos conocer mejor el sector si los protectorados (vigilan las fundaciones) hicieran bien su trabajo”. Unos publican datos, otros se olvidan.

Sin embargo, la filantropía se enfrenta a todas las incertidumbres geopolíticas que nos acorralan y algunos problemas propios que parecen el arranque de una novela de ciencia ficción. Regalar dinero resulta muy difícil. Sobre todo para el 0,001% de la población mundial ultrarrica. Firmar un cheque de millones de dólares a tu alma mater como la Universidad de Yale o Princeton —­lo que han hecho durante años los americanos— ya no basta. Pensemos en MacKenzie Scott, la exesposa de Jeff Bezos, fundador de Amazon, quien está considerada la filántropa más generosa de los últimos años. A finales de 2022, Scott había donado, “sin ninguna atadura”, más de 14.000 millones de dólares a 1.600 organizaciones, desde su divorcio con Bezos allá por 2019. Quiere regalar al menos la mitad de su fortuna. Sin embargo, pese a todo el empeño, su patrimonio no para de crecer y crecer debido a la revalorización de las acciones que aún conserva del gigante de la distribución. En el año de la ruptura matrimonial, sus títulos valían 36.000 millones, pero, según Forbes, el buen momento de la Bolsa los ha disparado a 43.600 millones de dólares.

Bill Gates y Warren Buffett hablan durante un evento organizado en Columbia Business School en 2017. Spencer Platt ( GETTY IMAGES )

El ranking de la revista de 2023 incluye a 2.640 personas que poseen al menos una fortuna de 10 dígitos. Unos 12 billones de dólares. El 2% de la riqueza de todo el planeta. Por el contrario, Bezos solo donó el 1%. ¿Qué hacer? La respuesta la ha traído la gramática. Inventar el término megafilantropía —dar más de 10 millones de dólares al año— con el fin de que el dinero llegue adonde produce un impacto ­real. “Para muchos ultramillonarios, ya sea a título personal o familiar, donar es una tensión que mezcla ansiedad y estrés”, asegura en el periódico The Observer Mark Reed, uno de los herederos de la familia Reed, que es el quinto mayor terrateniente de Estados Unidos con 1,4 millones de acres. O sea, 567.000 hectáreas.

Un paisaje baldío

La tierra de las esperanzas y los sueños también supone sobrevivir a un paisaje baldío. Desde las solitarias horas de la pandemia, las donaciones de los grandes millonarios al exterior se han ido reduciendo y el país resulta generoso principalmente con sus propias causas. El gran destino del patrimonio es la religión, por encima de la ayuda humanitaria o la educación en los países pobres. La Constitución estadounidense garantiza la separación entre Iglesia y Estado, pero solo hay que analizar la ideología de los miembros de la Corte Suprema para ver que apenas existe distancia. “La religión tiene una influencia enorme en las elecciones, sobre todo debido al voto evangelista”, reflexiona Mauro Guillén, vicedecano de la Escuela de Negocios de Wharton en la Universidad de Pensilvania. “En términos de filantropía, las mayores donaciones son religiosas, médicas y educativas. Esto plantea un problema. La deducción en el IRPF de las aportaciones resulta muy generosa e ilimitada. Lo cual significa que falla la separación entre Iglesia y Estado. Hay quien pide que la donación a entidades religiosas no se pueda desgravar porque se han convertido en una fuerza política”. Estados Unidos es una bandera que mezcla estrellas y contradicciones. Las petroleras pueden tener beneficios históricos y a la vez sus empresas sin ánimo de lucro destinar solo —­de acuerdo a la Universidad de Indiana— entre 7.800 y 9.200 millones de dólares (de 7.150 a 8.400 millones de euros) al año para enfrentar la emergencia climática.

La racanería corporativa también echa raíces en el Reino Unido. Las mayores compañías británicas, que forman parte del índice FTSE 100, donaron el año pasado 1.850 millones de libras (2.100 millones de euros), acorde con la Fundación de Ayuda a la Caridad (CAF, por sus siglas inglesas). Representa bastante menos que los 2.510 millones de libras (unos 2.800 millones de euros) de hace una década. Una caída del 26%. Algo aún más dramático si sumamos la subida de la inflación. “Las organizaciones tienen la responsabilidad de contribuir a la filantropía y hacerlo bien”, avisa Margery Infield, directora de impacto social del think tank británico New Philantrotropy Capital (NPC).

Sin embargo, la invasión de Ucrania transformó la ayuda de quienes hablan inglés y recuerdan el Macbeth de Shakespeare. Acto I. Escena II. “¡Baja, horrenda noche y envuélvete como un palio!”. Ya ha descendido. La Administración de Biden y el Congreso de Estados Unidos han destinado más de 76.800 millones de dólares (unos 70.400 millones de euros al cambio) en ayudas al país, que incluyen apoyo humanitario, financiero y militar. Es la primera vez desde los tiempos del Plan Marshall, creado por el presidente Harry S. Truman (1884-1972), después de la II Guerra Mundial, que una nación del Viejo Continente es el principal receptor de fondos estadounidenses. Solo en respaldo humanitario Ucrania ha logrado 3.900 millones de dólares y 26.400 millones en ayuda financiera. “Existe cierta fatiga en los donantes, pero una gran mayoría de los americanos todavía demuestra su preocupación por el país atacado”, observa Joseph Nye, profesor emérito de la escuela de negocios de Harvard y secretario de Defensa con Bill Clinton.

El caso de Ucrania

Estas ayudas contribuyen en Ucrania a las fuerzas del orden e incluso a sostener radios independientes. Si algo positivo se puede contar sobre un incalculable horror es que se ha doblegado la tendencia (por lo menos, momentáneamente) de ambas naciones (EE UU y el Reino Unido) en los últimos años de contribuir menos fuera de sus fronteras. Solo Suecia ha aumentado las donaciones humanitarias a problemas “lejanos” (15% en 2021 y 27% durante 2022) con generosidad. Allá por 2020, el total de los flujos internacionales que la filantropía destinó fue de 70.000 millones de dólares. Básicamente la misma cantidad que Ucrania lleva absorbida por sí sola.

Cientos de residentes locales de la región de Zaporizhzhia (Ucrania) reciben ayuda humanitaria de una organización no gubernamental el 12 de septiembre de 2023.
Cientos de residentes locales de la región de Zaporizhzhia (Ucrania) reciben ayuda humanitaria de una organización no gubernamental el 12 de septiembre de 2023.Pierre Crom ( GETTY IMAGES )

Tradicionalmente, los flujos del dinero se han movido de los países ricos del norte al sur global. Esto ha cambiado. Ese sur “pobre” quiere manejar los fondos y decidir su destino. Que no sean una excusa para un “generoso” neocolonialismo. El 80% —­según datos de Citi— de las nuevas oenegés que se registran en Kenia procede del propio país. Un ejemplo: ESSA (Education Sub Saharan Africa), una firma de caridad fundada en 2016, es pionera en “buscar becas y enseñar a los alumnos cómo solicitarlas”, relata la entidad financiera. Nadie aguarda los fondos de un norte insolidario. Incluso dentro de sus fronteras. “Ha habido una disminución en el volumen de donaciones en términos reales. Ignoramos con certeza por qué se ha producido”, revela Jonathan Roberts, director de enseñanza del Instituto Marshall de la London School of Economics (LSE). El docente crea una narrativa. Todo empezó en 2016 y bajó aún más durante la pandemia y nunca se ha recuperado. También se ha perdido —ahonda— confianza en las organizaciones benéficas y es un elemento básico para que donen las personas. El coste de la vida y la inseguridad laboral entre los jóvenes pueden haber creado la tormenta perfecta. “Lo que sí ha aumentado es el apoyo internacional, pero en parte se debe al conflicto en Ucrania”, subraya.

Esta crisis de generosidad habría sido diferente si Occidente hubiera limitado la entrada de China en 2001 en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Los países firmantes imaginaban un mundo de intercambios comerciales y un país abierto a una liberalización política que aliviase, con su prosperidad, por ejemplo, la miseria de los inmigrantes. Sin embargo, la historia empezó con algún aviso: “¿Cómo el oeste invitó a China a comerse nuestro desayuno?” (BBC, 2021). Desde luego fue un error si hablamos de filantropía. “No existe. En China, la gente tiene que pagar impuestos incluso por donar a entidades benéficas”, revela Francesco Sisci, sinólogo, autor y columnista italiano que vive y trabaja en Pekín. “Y esas instituciones las gestiona el Estado. Nadie quiere pagarle dos veces: una como caridad y otra a través de impuestos”. ¿Estos son los valores que guían a la nueva gran potencia económica del planeta? Es rodear la ética con un cercado de alambres de púas. Como para hablarles de filantropía feminista. “Es un tiempo en el que ser audaz, luchar y asumir los riesgos que la gente sobre el terreno no puede permitirse”, detalla Yamani Yansá Hernandez, consejera delegada de la oenegé Groundswell Fund con sede en San Francisco (EE UU). “Es la redistribución de la riqueza con la confianza en el liderazgo y la estrategia de los más marginados, las mujeres y los negros”. Inimaginable en China, donde el colectivo oscurece al individuo.

Embarcas en el avión, y aterrizas en algunas de las democracias liberales más avanzadas del mundo. Viajas junto a números inmensos, que deberían cambiar la filantropía. La mayor transferencia de dinero a través de generaciones en la historia del planeta ya está en marcha. Entre 84 y 100 billones de dólares —oscila según las fuentes— pasarán de la generación del baby boom (1955-1964) a los chavales de la Z (1997-2012) y los chicos del milenio (1981-1996). Unos 12 billones de dólares (11 billones de euros) irán a la filantropía. Van a cambiar los criterios de los 2,4 billones —según el informe de Citi Philanthropy and the Global Economy v3.0— que gestiona en activos el sector. Habrá muchas más mujeres y prioridades distintas: emergencia climática, injusticia, igualdad de género. Si uno quiere entender el tamaño de la magnitud de la transformación, las fundaciones americanas repartieron en becas durante 2020 unos 472.000 millones de dólares (aproximadamente, 430.000 millones de euros).

Sin embargo, que nadie vea en la filantropía un campo de tulipanes, a veces hiere al igual que una hilera de cactus. Las mujeres y las niñas estadounidenses recibieron —revela el Instituto Filantrópico de la Mujer, WPI (según sus siglas americanas), de la Universidad de Indiana— en 2019 unos 7.900 millones de dólares (cerca de 6.400 millones de euros) en ayudas de organizaciones sin ánimo de lucro. El 1,9% de las donaciones totales. De esta cantidad, las niñas y mujeres negras obtuvieron 395 millones. El 0,5% de todas las de 2017. La causa que primero aparece en el teclado es el racismo. Pero hay más. Quizá peor. “[Los filántropos] creen que ciertas áreas”, adelanta un portavoz de WPI, “como los derechos reproductivos, están politizadas, tienen la idea de que resolver la desigualdad de género resulta muy complicado y que no puede separarse de otros problemas de la sociedad”. La pandemia borró los avances conseguidos en igualdad y las mujeres y las niñas necesitan fondos adicionales para proseguir su camino hacia la equidad.

La mayoría de los filántropos estadounidenses donan a las causas que eligen, sean las que sean, guiándose por sus intereses personales. Este es uno de los grandes cambios de la nueva filantropía. Pero también sufre daños inesperados en un tiempo de agendas ocultas. Sam Bankman-Fried —fundador de la quebrada plataforma de criptomonedas FTX—, quien ha sido acusado de presunto fraude, era un firme defensor del altruismo efectivo. Una filosofía que se basa en donar en términos de costes-beneficios. Al igual que cualquier fondo. Capitalismo puro. Todo esto contamina a la filantropía. Quiere resolver algunos de los grandes problemas del mundo, pero se ve enredada en los sectores tecnológico y financiero de maneras cada vez más turbias. A quién extraña que se acuñen conceptos como “atacar la filantropía”. El término pertenece al multimillonario de la electrónica Barre Seid, quien donó todas las acciones de su empresa (1.600 millones de dólares) al Marble Freedom Trust y puso al frente de la compañía nada menos que a Leonard Leo, el arquitecto de la mayoría conservadora de la Corte Suprema de Estados Unidos. El retorno a las librerías americanas de la fábula del zorro y las gallinas. El remate es la “inclusión depredadora”. Tal cual. La fórmula es utilizar las divisas virtuales para ayudar a las comunidades excluidas de las finanzas. Pero tiene un componente “depredador”. Todos aquellos que se han hecho millonarios a costa de seguir manteniendo a los mismos en la pobreza.

Pese a lo que sucede en Israel, sigue viva esa antigua frase del Talmud, el texto sagrado hebreo: “Quien salva una vida, salva el mundo entero”. Por eso, la normativa es el punto donde gira todo. En España, existe mucha fe y esperanza, y algo, también, de caridad, en el mejor sentido, en la nueva Ley de Mecenazgo que tras el parón por las elecciones debería aprobarse definitivamente. Se reclama desde hace años. Amplía —por resumir— el espectro de posibles donaciones a instituciones públicas y permite que el mecenazgo se practique sin aportar dinero.

En el mundo del arte es igual que hallar una obra maestra. “Aquí el Estado pesa mucho y bastantes españoles creen que la filantropía no les toca personalmente”, reflexiona Patricia Cisneros, mecenas venezolana y una de las principales coleccionistas del mundo. Y añade: “El modelo ideal es una estrecha y sana colaboración entre lo público y lo privado, con reglas muy claras para que todos trabajen juntos a favor de la cultura”. Más lejos, en Miami, Jorge Pérez, coleccionista, filántropo y multimillonario, emprende su batalla: “Estamos a la cola de la filantropía. Y luchamos por cambiar esta situación y lograr, por lo menos, que en Estados Unidos los latinos se involucren más en esta actividad”. ¿Alguien recuerda a Carmen Sánchez? Pocos. Donó en 2003 al Prado 800.000 euros y una casa en Toledo para comprar y restaurar cuadros. Jamás había sucedido. Gracias a ella cuelgan 15 nuevas piezas. Todo ocurre en una época en la que la situación se ha ido volviendo más y más frágil, mientras la eterna necesidad humana de valores trata de extenderse por encima de esta inmensidad de egoísmo y violencia.

Un mapa del tesoro muy fragmentado

Imaginen un lago de espesa luz nocturna sujeta por las estrellas. Es una instantánea que encaja bien con la estructura de la filantropía en España. Hay algunas fundaciones que son una Vía Láctea. Levantas la mirada y se reflejan en el agua del lago. Fundación Vicente Ferrer, Juan March, Rafael Nadal, Carmen y Lluís Bassat, Fundación Amancio Ortega o Ricardo Fisas Natura Bissé. Resultan muy conocidas. El libro Filántropos de referencia, Vol. II (Editorial UOC) en su edición de 2021 describe la estructura, o la crisis, de la generosidad española.

Gran parte de su análisis se resume en esta conversación —de hace casi un siglo— entre Hemingway y Francis Scott Fitzgerald en París:

—Los ricos son distintos a nosotros —comentó Fitzgerald.

Hemingway respondió con ironía:

—Sí, tienen más dinero.

La generosidad en España —de acuerdo con Filántropos— posee un fuerte dominio de las aportaciones individuales, con una media de 220 euros por persona. Gracias al caudal de 4,2 millones de ciudadanos. También suman los legados, donde, a veces, la Iglesia efectúa aportaciones significativas, las fundaciones patrimoniales (suelen ser escasas), las fundaciones bancarias —son un fenómeno que solo se da en España e Italia, y que después de la crisis financiera mundial de 2008 adelgazó hasta tal extremo que hoy únicamente La Caixa supera los 500 millones de euros y copa el 20% de la filantropía del país— y además están las empresas que poseen sus propias fundaciones, con su estrategia de patrocinios y mecenazgos. Este es el mapa del tesoro de la generosidad española. Queda esperanza. “Aquellos que ejercen la verdadera filantropía”, relata la editora y comisaria Elena Foster, “lo hacen llevados por una magnanimidad total, sin esperar o perseguir reconocimiento”. Y añade: “La filantropía va más allá de la bondad, de la distribución de dádivas de bienes privados. La filantropía, en su profunda esencia, está impulsada por la empatía hacia los demás dedicando y donando a los otros lo que uno tiene o ha tenido el privilegio de recibir”.

Esa es la filosofía que comparte con la Fundación Amancio Ortega, que tiene eso que los expertos en narrar y medir llaman un nivel bajo de comunicación. Hasta el momento —acorde con los datos enviados por la propia entidad— ha invertido más de 1.000 millones de euros procedentes del patrimonio del propio fundador de Inditex, Amancio Ortega, y la cantidad anual la decide su patronato en función de los proyectos aprobados. Educativos, sanitarios, sociales o el apoyo directo a la población más desfavorecida.

Porque todo el mundo sabe que el nacimiento es la verdadera lotería de la vida. Todo el mundo sabe que hay una guerra entre ricos y pobres. Y todo el mundo sabe que los buenos van perdiendo.

El impulso de Gates y Buffett

En agosto de 2010, 40 de las personas más ricas de Estados Unidos se comprometieron a donar la mayor parte de su riqueza para abordar algunos de los problemas más apremiantes de la sociedad. Creada por Warren Buffett, Melinda French Gates y Bill Gates, la plataforma The Giving Pledge (el compromiso de dar) cobró vida después de una serie de conversaciones con filántropos sobre cómo podrían establecer un nuevo estándar de generosidad entre los ultrarricos. Aunque originalmente se centró en Estados Unidos, The Giving Pledge despertó el interés de filántropos de todo el mundo.
En la actualidad, tiene 241 miembros, que tienen entre 30 y 90 años, de 29 países. Sus donaciones cubren campos que van desde la educación a la sanidad, pasando por las renovables o la vivienda. “La reacción de mi familia y mía ante nuestra extraordinaria buena suerte no es de culpa, sino de gratitud. Si utilizáramos más del 1% de mi patrimonio en nosotros mismos, ni nuestra felicidad ni nuestro bienestar mejorarían. Por el contrario, ese 99% restante puede tener un efecto enorme en la salud y el bienestar de los demás. Esa realidad marca un rumbo obvio para mí y mi familia: conservar todo lo que podamos necesitar y distribuir el resto a la sociedad para sus necesidades”, explicaba Warren Buffett en su carta de adhesión.

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