Martin Sorrell (Londres, 78 años), el genio que revolucionó el mundo de la publicidad y situó WPP como la primera empresa global de ese sector, ha dicho en más de una entrevista que su película favorita es Barry Lyndon. “El único secreto es atacar. Atreveos, y el mundo cederá siempre. Y si os vence alguna vez, no importa. Atreveos de nuevo, y acabará por ceder”, aconsejaba el aventurero irlandés sin escrúpulos, ansioso por ascender en la escala social británica, que imaginó el escritor William Thackeray.
El último gran golpe de Sorrell, la empresa de publicidad digital S4 Capital, ha visto descender estrepitosamente su valor en Bolsa durante 2023 (los títulos acumulan un desplome del 68% desde enero). Los inversores han castigado a la compañía por la debilidad del negocio. Muchos de los grandes clientes de S4 Capital han retirado sus mandatos por la subida de tipos de interés. Además, el horizonte se presenta complejo. Numerosos analistas han sembrado incertidumbre sobre la evolución de la compañía, endureciendo aún más el castigo bursátil.
Conocido como El sabio del Soho, en referencia a ese barrio canalla de Londres, el empresario es un maestro del ataque. Cuanto más temerario y arriesgado, mejor. Transformó una compañía que se dedicaba en sus inicios a la fabricación de cestas de alambre para supermercados, trampas para ratones y teteras (Wire and Plastic Products, Productos de Alambre y Plástico, era su nombre original) en un proyecto pionero de la publicidad, la mercadotecnia y las relaciones públicas. Pero el salto para ser un gigante fue una jugada maestra. Sorrell orquestó la compra en 1987 de J. Walter Thompson Group, una compañía líder en el sector cuyo capital era trece veces superior al de WPP. El precio de la compra fue de 566 millones de dólares de la época. “Como si un pez de cebo se tragara una ballena”, dice en su biografía de Sorrell la Harvard Business School.
Doce años después, compró Ogilvy & Mather por 825 millones de dólares. Y así hasta cien adquisiciones más, que convirtieron WPP en el actor dominante del sector durante al menos dos décadas. El precio de las acciones de la compañía subió un 2.276% desde 1992 a 2018. En su momento álgido contaba con 130.000 empleados y 2.400 oficinas a lo largo de 107 países.
“Encuentra un sector en el que disfrutes, y una compañía dentro de ese sector en la que estés a gusto. Construye tu reputación y, más tarde, si te apetece, en torno a los cuarenta, pon en marcha algo propio”, dijo a Sorrell su padre, Jack Spitzberg, un refugiado judío de Europa del Este que cambió su apellido para que sonara más inglés. Nunca tuvo su propio negocio, pero el dinero que obtuvo como alto ejecutivo al frente de una cadena de casi ochocientas tiendas de electricidad le sirvió para dar a su hijo una educación de élite en Cambridge y Harvard. A los cuarenta años, después de aprender el oficio y prosperar en la agencia Saatchi & Saatchi (Sorrell era conocido como el “tercer hermano”), llegó el momento de lanzar su propia aventura. WWP revolucionó por completo su sector, al ofrecer a los grandes clientes, dispuestos a gastar decenas de millones al año en publicidad, una solución integral a sus ambiciones y objetivos.
En 2018, sin embargo, después de varios años de rumores y malestar, el consejo de administración de WWP abrió una investigación a Sorrell, acusado de malos tratos y abuso a algunos empleados y de malversación de fondos de la compañía. Nunca se concretaron ni se hicieron públicas las acusaciones, pero ese año el ejecutivo presentó su dimisión. Desde entonces, no ha hecho más que negar en múltiples entrevistas que hubiera hecho nada desleal, o ilegal, que afectara a la empresa que fundó. Pero sin dar detalles. Por ejemplo, nunca ha desmentido rotundamente que usara dinero de WWP para recabar los servicios que ofrecía un prostíbulo londinense. “Sí, he estado en Shepherd Market” [la dirección del local], admitió a The Times, sin aclarar qué hizo allí.
Con la impresionante agenda que atesoraba Sorrell y la expectativa que el nombre del ejecutivo seguía creando en los mercados, un mes después de salir de malas maneras y por la puerta de atrás de WWP puso en marcha S4 Capital, una start-up con la que pretendía dar la vuelta al mercado de la publicidad digital. Sus principales clientes, que suponían un 44% de los ingresos, formaban todos parte de la nueva economía. Facebook, Amazon o Google, entre otros.
Como ya hizo durante su etapa al frente de WWP, Sorrell se embarcó en una política agresiva de adquisición de pequeñas firmas, financiada en parte con dinero contante y sonante y en parte con el intercambio de acciones. Compró MediaMonks, un grupo valorado en 2.300 millones de euros, especializado en campañas de publicidad digital para clientes como Ikea o Netflix. O Mighty Hive, una empresa especializada en el análisis de datos.
Sospechas
Cuando el año pasado S4 Capital tuvo que retrasar hasta dos veces la presentación de la cuenta de resultados, los inversores comenzaron a sospechar. El anuncio, a mediados del pasado mes septiembre, de un segundo profit warning (alerta de beneficios menores de lo esperado), junto con nuevos recortes laborales —medio millar de empleados— hizo que se extendiera la alarma. Muchos analistas han comenzado a sospechar que detrás de la grandilocuencia de Sorrell, dispuesto con su nuevo experimento a reinventar la rueda, había mucho humo. Debía tratarse de una oferta publicitaria más ágil, flexible, innovadora. Algunos empiezan a intuir que el verdadero motor detrás de un experimento como S4 Capital era un hombre con muchos contactos y un enorme deseo de cobrarse venganza con el consejo de administración que le echó con cajas destempladas de una empresa a la que había dedicado su vida.
Sorrell culpa a la inestabilidad creada por la subida de tipos de interés y pide paciencia a los inversores. Pero si los grandes clientes se retiran, los ingresos disminuyen y las acciones se desploman, resultará complicado mantener una línea agresiva de ampliación mediante fusiones que consistía básicamente en ofrecer 50% en dinero y 50% en acciones. El sabio del Soho apuesta estos días por completo al cambio de paradigma que traerá al sector la inteligencia artificial, pero los analistas no pueden evitar ver a un hombre de casi ochenta años que, el pasado abril, admitió que había sido sometido a quimioterapia después de que le extirparan un tumor. Y dudan que esta vez tenga en sus manos las riendas del futuro.
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