El verano se estremece mansamente esperando su final, como cantaba el poeta, y el corazón de Jonas Vingegaard se estremece agitadamente, tristísimo, en el pelotón que, pasado ya el puente de la Maza, donde nadie puede contener la respiración, tan veloz, remonta el Deva profundo por el desfiladero hacia el corazón de los Pirineos y los prados de Bejes.
Carga Vingegaard con la pena y el deseo la mañana de septiembre en la que la lluvia en Cantabria son chaparrones y luego un goteo incesante desde las hojas de los robles. La pena por las noticias recibidas al amanecer, que le dicen que Nathan van Hooydonck, compañero y trabajador de su equipo en el llano de sus dos Tours victoriosos, “mi mejor amigo”, dice, ha sufrido una parada cardiaca mientras estaba detenido en su coche junto a su mujer, embarazada de ocho meses, ante un semáforo en rojo en su pueblo, en Bélgica. Inconsciente Van Hooydonck, de 27 años, que regresó a su tierra después de correr hasta el domingo el Tour de Gran Bretaña, su pie ha acelerado el vehículo, que ha chocado con cinco coches más. Un transeúnte le reanimó rápidamente. En el hospital se le indujo un coma. Las últimas noticias que llegan hablan de que la situación está controlada, de que el ciclista, sobrino de Edwig van Hooydonck, ganador de dos Flandes y una etapa de la Vuelta en los años 90, estaba fuera de peligro, de que el cerebro no sufrió falta de oxígeno, de que no hay lesiones. Su mujer, también, y el niño que esperan.
Las buenas noticias las recibe Vingegaard durante la etapa. No apagan su pena. No calman su deseo. No frenan un ataque que llena de vida la etapa. Ataca feroz a cuatro kilómetros del final de la escalera empinada que es la subida al pueblo de los mejores quesos de la región. Nadie le puede seguir. Los animosos españoles, Ayuso, Mas, ni lo intentan. Su pasividad estudiada pone de los nervios a los compañeros de Vingegaard, a los Jumbos que le acompañarán en el podio, a Roglic, el primero que reacciona en el último kilómetro, con Vingegaard a más de un minuto, ya cerquísima del rojo de su amigo Kuss, rompiendo la ley de no atacar cuando un compañero ha atacado. Kuss, penalizado por la explosividad del día –una etapa de 120 kilómetros, de menos de tres horas, un puerto corto, muro, como meta—cede más.
Es la emoción lo que me mueve, no el deseo de traicionar, quiere decir Vingegaard, que llora descosido, una magdalena inconsolable, nunca se ha visto a un campeón, a un ganador de dos Tours, así, golpeándose en el corazón, quitándose las gafas en los últimos metros para limpiarse las lágrimas que escuecen, y ni ganas de levantar los brazos, solo de hundir los hombros. “Estoy feliz por ganar para dedicarle la victoria a mi mejor amigo sobre la bici y fuera de las carreras, a uno que siempre deja sus ambiciones a un lado para ponerse al servicio de los líderes”, dice, y confiesa que aún contiene las ganas de seguir llorando. “No me pregunten por el Angliru [la etapa del miércoles con la que sueña Evenepoel, que se toma un día de descanso y pierde 17 minutos] o por la general [ya es segundo, a 29s de Kuss, con 1m 4s sobre Roglic y un minuto más sobre Ayuso, cuarto]. Solo quiero vivir este momento. No quiero pensar en nada”.
El peso de la emoción pura supera siempre al de las malas ideas. Kuss le abraza y sonríe feliz, como alguien que poco a poco se esté quitando un peso de encima, y el agobio de un pensamiento terrible: si gano la Vuelta todos dirán que me han dejado los mejores. “Me gustaría ganar, pero también me alegraría mucho si ganara Jonas. El más fuerte debe ganar”, dice el alegre kid de Colorado, tanto trabajo tantos Tours y Vueltas por sus líderes. “No quiero que ganar la Vuelta fuera un regalo. Eso no es deporte”. Sus palabras hacen eco a las que ya pronunció Vingegaard, un día de análisis serio, no emocional, cuando la victoria en el Tourmalet: “Luchamos para ganar la Vuelta, no uno contra otro”.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.