Para un habitante de la Tierra, a simple vista, nuestra galaxia se manifiesta como una tenue franja de luz difusa que atraviesa el cielo nocturno. El nombre que le dieron en la antigua civilización griega y que todavía conservamos, Vía Láctea, se refiere a su apariencia: una “zona blanca como la leche” como la describió Claudio Ptolomeo (c. 90 – 170 e.c.). Era sencilla de ver, y digo era, porque ahora solo es posible apreciarla desde los pocos lugares privilegiados que quedan con acceso a un cielo oscuro.
Con el tiempo y unos cuantos telescopios, hemos aprendido que esa franja de luz en realidad es una concentración de estrellas que tiene forma de disco delgado con un radio de unos 97.200 años luz y un espesor de más o menos 2.000 años luz. Por eso está clasificada como una galaxia de disco, es muchísimo más grande en una dirección que en la perpendicular, muy parecido a un disco de vinilo, un factor 100 entre diámetro y espesor. El Sol reside en ese disco galáctico, unos 50 años luz por encima del plano medio y a 27.700 años luz del centro.
En el centro de la galaxia habita un agujero negro supermasivo llamado Sagitario A* y todas las estrellas de la Vía Láctea giran, con órbitas casi circulares, en ese disco con una velocidad de rotación que depende de su distancia al centro. La velocidad de rotación en la posición del Sol es de unos 220 kilómetros por segundo. Eso significa que nuestra estrella tarda 240 millones de años en completar una órbita en torno a la galaxia y que desde su nacimiento apenas ha tenido tiempo de darle 19 vueltas.
A pesar de que las estrellas son las más famosas, la verdadera forma de nuestra galaxia no la conocemos por los astros, sino por las observaciones del gas que se encuentra entre ellas. Es el elemento más sencillo, el hidrógeno en su estado neutro y su línea a 21,1 centímetros, lo que nos muestra con radiotelescopios que la Vía Láctea posee una estructura en espiral, similar a la que se observa en numerosas galaxias externas. Aunque de los detalles de su forma siempre estamos aprendiendo, sobre todo porque es muy difícil determinar la estructura de algo cuando se está dentro. Imagina, por ejemplo, hacer un mapa de tu ciudad sin tener la posibilidad de salir de casa para hacer un trazado de las calles. Pues ese es el trabajo de una persona dedicada a esta especialidad de la astronomía.
Una galaxia, por tanto, es un sistema muy complejo, no es un simple agregado de estrellas unidas por la gravedad; existe entre ellas una reserva común de gas y energía que conocemos como medio interestelar. Y ahora no nos llevemos a engaños, el medio interestelar no es un mero espacio difuso que llena los huecos entre estrellas. Se podría decir que es uno de los componentes más importantes que tiene una galaxia, y a pesar de que su densidad es bajísima si la comparamos con la del aire que respiramos, controla la mayor parte de sus propiedades. Sin él no habría estrellas.
Pero, ¿de qué está hecho el medio interestelar? Pues sobre todo de gas en todas sus fases (ionizado, atómico y molecular), polvo (diminutas partículas sólidas), partículas de alta energía y campos magnéticos y se encuentra en intercambio continuo de materia y energía con las estrellas y el potencial gravitatorio de la galaxia. Es altamente heterogéneo y muy dinámico.
Sin ir más lejos, en las proximidades de la burbuja que habitamos, en la vecindad solar existen cinco fases de gas interestelar que es sobre todo hidrógeno. Por un lado, están las nubes de moléculas densas frías (a temperaturas entre -253 y -263 grados); estos son los lugares donde se forman las estrellas. Luego tenemos el gas atómico (a -173 grados) que es casi transparente a la luz estelar de fondo, excepto en una serie de energías específicas que dan lugar a las huellas en forma de líneas de absorción que nos permite detectarlo. La presencia de estrellas cercanas o partículas de alta energía pueden arrancar los electrones a los átomos y darnos otros dos componentes de gas, el medio ionizado templado (a 10.000 grados) y el medio ionizado caliente que puede decirse que es como un baño maría galáctico a millones de grados que lo rodea todo y que está alimentado por la energía brutal que suponen las explosiones de supernova.
Todo el medio interestelar además está aderezado con campos magnéticos, partículas de alta energía y las partículas sólidas que llamamos polvo. Y si esto ya de por sí no fuera lo suficientemente complicado, para poder determinar la estructura de cada uno de sus componentes necesitamos observaciones que cubran diferentes rangos de energía: la línea de 21 centímetros del hidrógeno y las nubes moleculares, frías se observan en radio; el medio caliente en rayos X o el óptico y para el polvo y el gas molecular necesitamos también del infrarrojo.
Además, una galaxia no es un sistema cerrado, habita en un entorno de cúmulos y supercúmulos. Hemos determinado que para mantener el ritmo de formación de estrellas desde su formación, la Vía Láctea ha tenido que recibir combustible fresco casi de manera continua. Y parece ser que lo ha podido obtener en forma de nubes de alta velocidad identificadas por primera vez en la emisión de hidrógeno atómico a partir de la línea de 21 centímetros a velocidades anómalas (no galácticas). Parte de ese gas tiene su origen en galaxias satélite, pero parte es antiguo material del disco que “llueve” como una fuente galáctica, y otra parte puede ser parte del material caliente que tras ser alimentado por explosiones de supernova, simplemente se condensa y vuelve a caer al plano de la galaxia.
En torno al medio interestelar tenemos todavía grandes interrogantes: ¿Cuánto gas fluye hacia dentro y cuánto se pierde, a qué velocidad lo hace y qué fuerzas actúan sobre él a lo largo del camino? Como ven, la aparente nada, también está llena. Solo hace falta saber mirar y tener los instrumentos para poder hacerlo.
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