Nueva York brinda un día extraordinario, un agradable calor de septiembre que calienta, pero que no pica. No hay rastro además de esa humedad tan pegajosa que empapa las vestimentas y que de forma sibilina rebaja las reservas de energía de cualquiera. Un bonito sol y sombra en la pista de tenis más grande del mundo, la Arthur Ashe, donde interviene Carlos Alcaraz por primera vez en la sesión diurna de esta edición del US Open. Se podría decir que todo es perfecto. O, más bien, casi perfecto. Sí pero no. Rinde al británico Daniel Evans (6-2, 6-3, 4-6 y 6-3, tras 3h 10m), tiene el pase a los octavos en el bolsillo y divisa en el horizonte a un rival, el italiano Matteo Arnaldi, que seguramente hubiera firmado antes del comienzo del torneo. Sin embargo, no está demasiado contento.
“¡Noooooo!”. “¡Pero qué haces, Charly, qué estás haciendo!”. “¡Qué puta vergüenza, puta bola de break!”. El murciano ha ido enredándose, ha ido perdiendo el control y se le han torcido los planes; compite entre constantes reproches hacia sí mismo y se castiga mientras busca explicación a lo que está sucediendo. Lo que apuntaba a una victoria bien encarrilada y a un cruce sin excesiva miga, plomizo pero relativamente dominado, deriva en un episodio áspero e incómodo, muy indigesto. Sin saber muy bien por qué, su tenis palidece y sufre una desconexión que reintroduce a Evans en un partido que aparentemente estaba muerto. Esta vez, es un Carlitos de dos caras.
Sin brillos, pero dos sets arriba, parecía tener la situación bajo control, pero la historia cambia de rumbo y se ve obligado a hacer un extra para rendir definitivamente al inglés. Luce el sol, pero interiormente es un día gris. La inspiración va y viene. Desborda con el golpe, pero comete imprecisiones a las que no acostumbra. Sin darse cuenta, ha metido los pies en el fango y cuando se le escapan esas dos opciones de arrebatarle el servicio a Evans para igualar a cuatro, en el tercer parcial, explota. A la quinta oportunidad, el británico –en error forzado en esta fase, tan solo uno– termina arañándole el set. El exabrupto resuena por toda la central. No es el único.
Vocea unas cuantas veces por la rabia. Irritado y nervioso, tenso, necesita destrabar el duelo. Ingiere dátiles y pastillas para no perder vigor, y desde el banquillo, Juan Carlos Ferrero le insiste en que debe cambiar de expresividad y reengancharse a toda costa. Entretanto, Evans, ya veterano, intenta aprovechar el momento y le atosiga aumentado la agresividad, consciente de que su tren pasa por ahí. Trata el inglés de llevar el partido a su terreno y se rebela, aunque acaba chocando contra esa virtud que tienen los grandes jugadores de saber escapar a los días farragosos. Alcaraz tiene 20 años y una fortaleza superlativa. Como estratégicamente no consigue desbloquear la situación, resuelve a las bravas. A mamporros. A su manera. A lo Tyson.
Con él, nunca falta la diversión. “Evans es jugador enrevesado que se mueve bien, que sabe cortar la pelota y que tiene toque”, elogia al inglés, rendido este por aplastamiento. “Ha habido puntos muy buenos”, continúa a pie de pista, sin perder la sonrisa pero consciente de que deberá elevar el nivel. En esta ocasión, lo hace oportunamente para zanjar el debate. Un muñecazo extraordinario significa el impulso anímico definitivo –hasta en los días de bruma deja destellos– y la lluvia de ganadores (61) le despeja el terreno hacia los octavos. Se inclina el adversario –rotura para 4-2 en la recta final– y una derecha cruzada cierra un enrevesado capítulo para él, partidario de ver el vaso medio lleno: ganar cuando el violín no está del todo afinado, factor diferencial en esto del tenis.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.